Las chicharras
Las Chicharras
Ese chirriar de las chicharras a la siesta, durante el verano, ¡como es para mí un recuerdo alegre!
Al evocarlo, me parece sentir de nuevo el olor fuerte de los pastos verdes, florecidos de espiguitas barbudas y de pequeñas corolas humildes; el grito áspero de los benteveos, el sonar del agua del río, todo el silencio rumoroso del campo en las siestas del mes de Diciembre.
Yo era más morena que ahora y me peinaba con dos largas trenzas negras. Recuerdo también que era huraña y ardiente y que gustaba siempre de masticar largos tallos jugosos de hierbas.
El coro de las chicharras tenía para mí un encanto extraño. Más de una vez he pensado que ellas saben lo que siente la tierra en esta hora caldeada en que cada hoja de hierba, cada flor, cada planta, es una alcoba nupcial. Y su himno es, quizás, un canto de bodas.
A mi lado desfilaban largas caravanas de hormigas y escarabajos: ellas negras o rojas, ellos con sus corazas de resplandores metálicos que sugieren la idea de estar hechas de acero con esmaltes tornasoles. ¡Pedacitos de iris transportados por seis patitas ganchudas!
Era mi hora de observaciones y descubrimiento. Fui entonces toda una intuitiva y agreste entomóloga que sorprendió secretos de amor y de muerte en el mundo de los alguaciles, las mariposas, las lagartijas y las vaquitas de San Antón.
La vida, luego, me llevó muy lejos. Soy ahora en la ciudad populosa como una planta de la sierra aclimatada en un invernáculo. Pero todos esos recuerdos están en mi alma, y en mi sangre, y a pesar de los años que han pasado no olvido, no olvido...
Ese chirriar de las chicharras a la siesta, durante el verano, ¡como es para mí un recuerdo alegre!
Al evocarlo, me parece sentir de nuevo el olor fuerte de los pastos verdes, florecidos de espiguitas barbudas y de pequeñas corolas humildes; el grito áspero de los benteveos, el sonar del agua del río, todo el silencio rumoroso del campo en las siestas del mes de Diciembre.
Yo era más morena que ahora y me peinaba con dos largas trenzas negras. Recuerdo también que era huraña y ardiente y que gustaba siempre de masticar largos tallos jugosos de hierbas.
El coro de las chicharras tenía para mí un encanto extraño. Más de una vez he pensado que ellas saben lo que siente la tierra en esta hora caldeada en que cada hoja de hierba, cada flor, cada planta, es una alcoba nupcial. Y su himno es, quizás, un canto de bodas.
A mi lado desfilaban largas caravanas de hormigas y escarabajos: ellas negras o rojas, ellos con sus corazas de resplandores metálicos que sugieren la idea de estar hechas de acero con esmaltes tornasoles. ¡Pedacitos de iris transportados por seis patitas ganchudas!
Era mi hora de observaciones y descubrimiento. Fui entonces toda una intuitiva y agreste entomóloga que sorprendió secretos de amor y de muerte en el mundo de los alguaciles, las mariposas, las lagartijas y las vaquitas de San Antón.
La vida, luego, me llevó muy lejos. Soy ahora en la ciudad populosa como una planta de la sierra aclimatada en un invernáculo. Pero todos esos recuerdos están en mi alma, y en mi sangre, y a pesar de los años que han pasado no olvido, no olvido...
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